¿Cómo morir?
El doctor no estaba sonriendo. «No tengo cómo decirlo de forma más suave. Tienes una rara enfermedad terminal para la cual no hay cura conocida»
«Cómo morir» (How to Die). Estas palabras —que aparecieron en la portada de la revista Time hace algún tiempo— hicieron que mi corazón se acelerara. Me apresuré para leer sobre aquello que ha adquirido una importancia vital en mi vida desde aquel inolvidable encuentro que tuve en la oficina del doctor.
No hubo ninguna advertencia.
Se trataba sólo de mi examen físico anual de rutina. No tenía problemas de salud ni quejas particulares. Tanto mi madre como mi padre habían vivido una vejez saludable. Supuse que recibiría las clásicas palabras tranquilizadoras “todo está bien” junto con una sugerencia de que volviera en seis meses o un año.
Me pareció raro que el doctor no estuviera sonriendo cuando me llamó a su oficina para darme los resultados de sus análisis. Fue entonces que empecé a sospechar que algo podría andar mal.
—Me es difícil decirle esto —comenzó diciendo—. No tengo cómo decirlo de forma más suave. Usted es rabino, un hombre de fe, y sé que encontrará cómo lidiar con las noticias que estoy a punto de darle. Tiene una rara enfermedad terminal para la que no hay cura conocida.
Casi no escuché el resto de lo que dijo.
Mi cabeza comenzó a dar vueltas. Había sido el rabino de una congregación por casi cuatro décadas. En mis labores como rabino, había aconsejado a los enfermos y había apoyado a los agonizantes. Casi siempre sabía qué decirles a quienes se enfrentaban a los más graves desafíos. Ayudé a la gente a enfrentar la muerte.
Por primera vez en mi vida, a pesar de tener 78 años, me di cuenta que realmente iba a morir.
Pero esta vez era completamente diferente. No le estaba pasando a otra persona, ¡me estaba pasando a mí!
Por primera vez en mi vida, a pesar de tener 78 años, me di cuenta que realmente iba a morir.
¿Cómo podemos olvidar esa verdad sobre nuestra existencia? Es la realidad universal de la vida, pero sin embargo, la mayoría de nosotros la ignoramos. Asumimos que viviremos para siempre, eliminamos de nuestra mente la posibilidad de la muerte como si al negarla pudiéramos evitar su certeza. Como dice Woody Allen, afirmamos no temerle a la muerte, pero “no queremos estar allí cuando ocurra”.
La muerte nos está esperando al final del camino, sólo que no sabemos cuándo será. Y escucharla como un diagnóstico médico hace que su certeza sea inevitable. Esa es la razón por la que ahora estoy obsesionado con el tema y leí el artículo de la revista Time de inmediato.
El subtítulo del artículo era “Lo que aprendí de los últimos días de mi madre y mi padre” y estaba escrito por Joe Klein, un famoso periodista político, quien escribió de forma conmovedora la historia del trágico descenso de sus padres hacia la demencia y su eventual muerte, mientras él luchaba con las difíciles decisiones de encontrar el balance ético entre luchar para prolongar sus vidas y permitirles morir con dignidad.
Es una historia trágica que se repite constantemente en la sociedad actual. Desconectar la máquina parece inmoral, incluso para aquellos que no están limitados por las leyes religiosas. ¿Pero cuánto hay que esforzarse para mantener con vida a los enfermos terminales a pesar del dolor y los sufrimientos insoportables? ¿En dónde trazamos la línea entre no hacer nada para apresurar la muerte y meramente prolongar el proceso de deceso? ¿Cómo reconciliamos las demandas contradictorias de la reverencia por la vida y la preocupación por la angustia y el insoportable tormento de un paciente?
La preservación de la vida tiene una importancia suprema.
Todos estos temas deben ser explorados exhaustivamente. Para los judíos religiosos por fortuna están resueltos por la halajá (ley judía), el impresionante cuerpo de conocimiento de la Torá y el Talmud que lidian con prácticamente cualquier situación imaginable. No es el objetivo de este artículo delinear más allá de los parámetros básicos. Para el judaísmo, la preservación de la vida tiene una importancia suprema. La calidad y la duración de la vida es irrelevante; decir cualquier otra cosa es ascender la resbalosa colina de juzgar quién tiene derecho a vivir y de condenar a quienes no satisfagan nuestros necesariamente tendenciosos estándares respecto a la muerte.
El judaísmo rechaza la idea de la autonomía personal ilimitada. Como recitamos a diario en nuestras plegarias, «Tú mantienes el alma dentro de mí y la tomarás en el futuro«. Nuestros cuerpos y vidas no son nuestros para hacer con ellos lo que queramos; son un bien que Dios ha depositado temporalmente en nosotros con un propósito particular y por un tiempo que sólo Dios puede determinar. Al igual que no tenemos el derecho moral para herir o matar a otras personas, tampoco tenemos el derecho moral para matar, mutilar o herirnos a nosotros mismos, o para autorizar a otras personas a que lo hagan por nosotros. Sin embargo, el dolor severo puede en ocasiones (habiendo consultado autoridades rabínicas) legitimar la negación de un tratamiento, siempre y cuando lo que se rechace no entre en la categoría de necesidades básicas para la vida, como aire, comida y bebida.
La lista que acabamos de dar no está completa; sólo tiene la intención de reflejar la preocupación de la ley judía por la preservación tanto de la vida como de la dignidad personal, el mandamiento de atesorar tanto el regalo de nuestros años en la tierra como el eventual derecho a pasar en paz al próximo mundo, el mundo de descanso y recompensa eterna.
Pero lo más interesante del tema de los enfermos terminales es la sorprendente conclusión de mi historia personal.
Me dijeron que iba a morir. Una rápida búsqueda en Google me informó que mi condición usualmente permite seis meses más de vida a partir del diagnóstico. ¡Eso pasó hace casi dos años y medio!
Gracias a Dios hoy sigo sintiéndome perfectamente bien. Mi equipo de doctores sigue preguntándose cómo es que pasó. Yo traté de explicarles que me someto a una medicación que ha probado ser exitosa durante miles de años, aunque sus propiedades curativas aún no han sido científicamente probadas. Habiéndoles prescrito este tratamiento a otras personas en muchas oportunidades, me puse a mí mismo en el programa de ‘Recitación de Salmos’. Le pedí a familiares y amigos que se unieran porque he atestiguado en repetidas oportunidades el milagro del poder de la plegaria. A pesar de que estoy consciente que algún día moriré, continúo con mi tarea de estudiar y enseñar Torá, de dar conferencias y de escribir con la esperanza de acercar a la gente a Dios y al judaísmo, porque estoy convencido de que es por el mérito de las mitzvot que puedo esperar milagros continuos.
Mi foco principal no está en «cómo morir», sino que está en cómo vivir.
Versión original: Aish Latino escrito por Rav Benjamín Blech