Abuela, ¿acaso yo maté a Dios?
Todo lo que sé sobre Dios lo aprendí de mi abuela.
Era un caluroso día de julio de 1959, un mes después de haber cumplido ocho años, cuando me acusaron de «haber matado a Dios«.
Yo estaba bebiendo agua de la fuente en el parque, cuando se acercó un grupo de niños del barrio. Lucy, la niña con quien jugaba algunas veces, se adelantó, me apuntó con su dedo de forma amenazadora y declaró: «¡Tú eres judía y los judíos mataron a Dios! ¡No puedo volver a jugar contigo!» Los otros asintieron, manifestando que estaban de acuerdo.
Aturdida, corrí hacia mi abuela que estaba sentada a unos cuantos metros de distancia. «Nona…». Traté de contarle lo que había pasado, pero mis lágrimas fluían demasiado rápido.
Ella dejó su labor de crochet en la bolsa, estiró sus brazos y me acercó. Me abrazó y me preguntó: «Kuklamu, ¿cuál es el problema?». Siempre que Nona me llamaba Kuklamu, ‘su muñeca’, yo me sentía a salvo.
Ella abrió su bolso con el tulipán bordado, sacó un pañuelo prolijamente doblado, en el cual había bordado flores de diferentes colores, y secó mi rostro. «¿Qué ocurrió? ¿Por qué lloras?».
Entre sollozos con hipo, le pregunté: «¿Soy una asesina? ¿Acaso yo maté a Dios?».
«No. Por supuesto que no. Dime, ¿quién te dijo eso? ¿Esos niños al lado de la fuente de agua?».
Asentí con la cabeza. «No les hagas caso. No saben lo que dicen. Entendieron todo mal. Ahora quiero que mires hacia arriba, al Cielo, y le envíes un beso a Dios. Él te ama».
Mientras regresábamos a casa, Nona me dijo que no pensara en lo que esos niños malos me habían dicho. «Te sentirás mejor después de venir conmigo al shul (la sinagoga) en Shabat. ¿Está bien, kuklamu?». Cuando llegamos a mi edificio, ella esperó hasta que subí las escaleras antes de continuar caminando hacia su departamento.
En Shabat, me puse mi vestido favorito que hacía juego con mis ojos, de un azul profundo. Comenzaba a quedarme apretado. Mamá pensaba que no iba a poder usarlo cuando cumpliera 9 años. Yo estaba desilusionada. Necesitaba más ropa para ir al shul, pero no teníamos dinero extra.
Mi hermano de seis años miraba por televisión los dibujos animados de la mañana del sábado. «Nona va a llegar en cualquier momento, así que apaga el televisor», le advirtió mamá. Le pregunté a mi madre si ella iría con nosotros al shul. «No. Tu padre está trabajando. Tengo que lavar la ropa y cocinar antes de que vuelva a casa». A mí me hubiera gustado que fuera con nosotras, por lo menos una vez.
Escuché que Nona estaba afuera. Mientras bajaba corriendo las escaleras, oí que en nuestro departamento volvían a encender el televisor. Saludé con la mano y corrí hacia los brazos de Nona que me esperaba. Coloqué mi mano pequeña sobre su mano, y con orgullo caminamos hacia la esquina y doblamos a la izquierda. El shul griego, Kehilá Kedoshá Yanina, estaba en la mitad de la cuadra, entre dos grandes edificios de departamentos.
El balcón estaba repleto de mujeres y niñas vestidas con sus mejores galas. La fragancia combinada de los perfumes era como un ramo de flores que se fundía con la esencia de la cera de la madera de los bancos. Nos sentamos en el banco especial de mi abuela, mientras ella saludaba a las otras mujeres con la cabeza como una forma de decirles «Shabat Shalom«.
Miré hacia abajo, a la sección de los hombres. Allí estaba, sobre una mesa especial en medio del shul. ¡La Torá! Nona me dijo que allí adentro estaban escritas las palabras de Dios. El rollo estaba dentro de una gran caja redonda de plata. Un hombre fuerte lo levantó y las pequeñas campanitas que estaban arriba, cerca de la corona, comenzaron a sonar como si fueran gorriones. Él sostuvo la Torá en alto para que las mujeres pudieran verla.
Aunque Nona tenía manos de anciana, me encantaba observar el esmalte rojo de sus uñas brillar en el aire mientras ella rezaba.
Moví mis manos igual que ella y las otras mujeres. Toqué mis ojos, los labios y soplé un beso a la Torá.
Nona siguió rezando en silencio. Ella no fue a la escuela en Yanina, Grecia, donde creció. Nunca aprendió a leer o a escribir. Ella sabía cómo rezar sin mirar en un libro de rezos. Sus manos abiertas se elevaban bien alto mientras hablaba en una voz suave, baja, directamente con Él. Una vez, me dijo al oído que cuando habla con Dios le agradece por toda la buena gente, la salud y las cosas buenas en su vida, y que le pide aquello que necesita, y le cuenta cualquier cosa que pueda tener en su mente. A veces la veo rezar de esa manera incluso cuando estamos en casa y no en el shul.
Comencé a pensar en lo que había pasado esa semana en el parque. Yo no soy una asesina. Ellos están equivocados.
Abrí mis brazos y comencé mi plegaria. «Dios, te agradezco por crearme. Gracias por darme una mente para que pueda pensar. Por favor, no dejes que mis amigos me odien porque piensan que te maté. Tú nunca puedes morir. Por favor, no dejes que odien al pueblo judío. Me encanta venir al shul«.
«Y gracias, Dios, por haberme dado a Nona, quien me ha enseñado todo sobre Ti».
Versión original: Aish Latino escrito por Linda Kinsberg