El proceso de sanación de la relación disfuncional con mi madre
Nunca se perdió el amor entre nosotras, porque nunca existió ningún amor.
Este año, finalmente fui capaz de valorar un regalo que recibí cuando nací, pero que nunca había apreciado antes. Transformé mi relación con mi madre.
Con mi madre estuvimos en conflicto desde que yo era una niña. Puedes culpar a nuestras personalidades: ella es fanáticamente ordenada y organizada y yo soy un tipo más artístico creativo; o puedes decir que las tensiones de su matrimonio se veían exacerbadas por mi tendencia rebelde. Fuera lo que fuera, nunca se perdió el amor entre nosotras, porque nunca existió ningún amor.
Mis años de adolescencia pueden resumirse en una frase típica: «¡Limpia tu habitación!», pero la disfuncionalidad era más profunda que eso. Debido a otras dinámicas que había en nuestra familia, hubo en juego varios factores que socavaron gravemente mi relación con mi madre, hasta que las dos nos convertimos casi en extrañas… o incluso peor que eso.
Yo crecí sintiendo que no tenía una madre, y ella se resignó al hecho de haber perdido a su hija mayor.
Yo crecí sintiendo que no tenía una madre, y ella se resignó al hecho de haber perdido a su hija mayor. Con los años, dejamos de lado los ataques y las guerras y adoptamos una especie de cortesía fría y artificial. De vez en cuando venía a visitarme, aunque lo hacía a regañadientes, y yo me obligaba a visitarla, apretando los puños durante todo el viaje.
Cuando me casé, obviamente mi madre no estaba presente en la escena. En cambio, me apegué con fuerzas a mi suegra como un reemplazo. Ella me acompañó a comprar mi vestido, me ayudó a elegir centros de mesa y el menú, y compartimos todas las dificultades y las tribulaciones de organizar una boda. Mi madre llegó como una invitada más, cordialmente invitada pero recibida con frialdad. Ella observó desde un costado cómo me casaba con el hombre que yo había elegido como esposo, y yo no intenté ocultar mi satisfacción por estar finalmente liberada de ella. Nunca más me diría que tengo que limpiar mi habitación.
Si nuestra relación madre-hija no era suficientemente desastrosa, la parte de los nietos era para llorar. Como yo estaba profundamente resentida con mi madre, inconscientemente la alejé de sus nietos. Fuera de una obligatoria llamada telefónica una vez al año para los cumpleaños, el najat que ella esperaba no parecía ser una perspectiva real en el horizonte. Ella sonreía con valentía cuando sus amigos y compañeros de trabajo le preguntaban sobre su nuevo nieto. «¡Adorable! ¡Precioso!» les decía radiante, con el talento de una actriz ganadora del Oscar. Pero todo era falso, y ambas lo sabíamos. Ella no conocía a mis hijos, y ellos apenas la conocían. Cada día que pasaba, yo trasmitía mi ira y mi resentimiento a la nueva generación, pasando a mis hijos sutiles vibraciones respecto a que su abuela en verdad no era nada especial.
También mi esposo absorbió mi perspectiva envenenada. Él conocía a mi madre sólo a través de mis ojos cínicos. Muy pronto se cansó de nuestras disputas interminables, de mi visión condescendiente sobre su carácter y sus ideales, y del dolor persistente de nuestra relación, y también él se alejó de ella. Ella era una persona non grata en nuestro hogar, y aunque se aseguró de transmitir buenas dosis de culpa judía respecto a que ella quería que la visitara más a menudo, en verdad ella tampoco disfrutaba mucho al tenerme en su casa.
Nuestra consagrada tradición era discutir, luego analizar nuestra relación disfuncional, llorar juntas, jurar reformarnos y luego volver a explotar una contra la otra. La mayor parte del tiempo lo mejor era no tener nada que ver con la otra. Pero ella nunca perdió la esperanza de que un día yo me arrepintiera y le diera el placer de permitirle ser mi madre en algo más que en un sentido figurado.
Si bien yo corría bajo la bandera de observar el judaísmo, ignoraba flagrantemente una obligación esencial de la Torá, la de «honrar a tu padre y a tu madre», que se encuentra perfectamente intercalada entre «Observar el Shabat» y «no robarás». Aunque mi hogar era un bastión de estudio de Torá y observancia de las mitzvot, cada día transgredía el principio de respetar a mi madre, y lo sabía. Obviamente calmaba mi culpa enviándole chocolates para su cumpleaños y obligándome a responder el teléfono cuando ella llamaba, pero definitivamente no estaba ganando ningún punto en el departamento de «honrar a los padres».
Un día, una amiga a quien admiro por vivir con exuberancia y alegría, me dijo que ella y su madre siempre habían tenido una relación complicada. Pero un día ella pensó que su madre estaba envejeciendo y que eventualmente partiría a otro mundo. De repente, comprendió que no le agradaba el status quo. Odió pensar que su madre pudiera morir siendo una extraña. Así que rezó un poco, respiró profundo y dio un paso hacia la reconciliación. Me dijo que fue un proceso largo, pero que ambas invirtieron mucho tiempo y esfuerzo y valió la pena. Finalmente, ella y su madre fueron capaces de encontrar el amor que habían perdido durante tantos años. Su madre falleció poco tiempo después, y mi amiga se sintió en paz ante su muerte.
Mi amiga me dijo: «Cuando me encuentre con mi madre en el cielo, sé que ella me dirá: ‘Rajel, te amo y estoy orgullosa de ti’. Entonces nos abrazaremos».
Su historia no me convenció. Era muy lindo que ella y su madre se hubieran reconciliado. Pero… ¿mi madre y yo? ¡Imposible! Nuestra relación estaba fuera de toda posibilidad de resucitación, el paciente había muerto hace tiempo. Además, yo estaba agotada a causa de los miles de intentos por reconciliar nuestras diferencias e intentar avivar las cenizas frías de nuestro «amor», buscando en vano aunque fuera una sola brasa que pudiera volver a encender el fuego.
Entonces me di cuenta que estaba por cumplir 30 años.
Y observé a mis hijos, que parecían estar cada día más altos y más bellos.
Me dije a mí misma: «¿por qué?», y pensé en el mensaje que les estaba transmitiendo y la tragedia de sentirme huérfana a pesar de tener una madre viva, real, cuyo amor rechazaba constantemente. De repente me imaginé a mí misma, con hijos crecidos, y me pregunté cómo me tratarían. Después de todo, ellos nunca habían visto un modelo de honor y respeto maternal en su hogar. ¿Por qué podía esperar que mis hijos me trataran de forma diferente a la que yo trataba a mi madre?
Comprendí que el desprecio absoluto hacia el honor y el respeto que estaba obligada a mostrar a mi madre, creaba un agujero enorme en el tejido de mi espiritualidad. Incluso si inventaba excusas respecto a por qué yo no estaba obligada a respetar a mi madre (en definitiva, la nuestra era una «circunstancia especial»), en lo más profundo sabía que mi obligación era tan real como la de cualquier otra persona. El dolor de esta honesta revelación me llevó a intentarlo una vez más.
Así que levanté el teléfono.
Esta vez, hicimos las cosas de otra manera. Esta vez lo hicimos sin restricciones. Ella habló de su dolor y su sufrimiento y yo le conté el mío. Me obligué a escucharla en vez de negarme a dejar que se refiriera a algunos temas que yo había considerado como tabú. Finalmente le permití que me contara cosas sobre su vida personal, lo que de repente me dio otra perspectiva de las cosas que hizo mientras yo era pequeña. Mi grito angustiado de «¡Nunca estuviste disponible para mí!», se ahogó en mis labios al contemplar a la mujer que se revelaba ante mis ojos. Ahora reconocía la verdad: ella había estado luchando en un matrimonio abusivo que la dejó quebrada y vacía, apenas podía mantener la cabeza fuera del agua. Ella nunca me odió ni tuvo la intención de descuidarme. Honestamente luchaba por funcionar cada día y sólo su amor por sus hijos la había mantenido en pie. Treinta años de dolor se desvanecieron cuando compartimos nuestra decepción, nuestra rabia, nuestras inseguridades y nuestra vergüenza. Finalmente pude ver a mi madre como realmente era: una madre fuerte, valiente y afectuosa, y no el monstruo cruel y tacaño que yo imaginaba que era. Hablamos durante mucho, mucho tiempo.
Poco tiempo después celebré mi cumpleaños. No puedo describir adecuadamente la dedicación con la que mi madre buscó el regalo de cumpleaños perfecto para mí, ni la alegría inmensa que sentí al recibirlo. Porque el regalo era un símbolo del verdadero regalo que ambas habíamos recibido, un regalo que estuvo esperando 30 años para que ambas lo abriéramos.
Hoy tengo una madre. Y mi madre tiene una hija. Realmente nos amamos.
Hoy tengo una madre. Y mi madre tiene una hija. Realmente nos amamos. Ahora podemos hablar abiertamente y resolver los problemas como lo hacen normalmente madres e hijas. Mis hijos tienen una abuela a quien aman y con quien les encanta conversar regularmente. Disfrutamos el tiempo compartido y nos extrañamos cuando estamos separadas. Tengo el privilegio de honrar y respetar a mi madre cada día. La escucho, la apoyo, le dejo mensajes afectuosos en su contestador. Me muerdo la lengua cuando sé que mi tono de voz es demasiado fuerte. Ambas reconocemos honestamente cuando surge un tema que nos lleva de regreso hacia las luchas del pasado y juntas pasamos a otra cosa.
No es sencillo, pero la mayoría de las cosas importantes de la vida no son sencillas. Ahora, cuando interactúo con mi madre, hay entre nosotras una energía positiva palpable; el nexo entre dos personas que se preocupan profundamente la una por la otra. Mis hijos lo ven. Mi marido lo ve. Y Dios lo ve.
Me siento sumamente agradecida por haberme dado la oportunidad de sanar nuestra relación en este mundo, mientras ambas podemos —con ayuda de Dios— disfrutar juntas muchos años, recuperando el tiempo perdido. Todo lo que necesitaba hacer era abrir la mano y acercarme.
Versión original: Aish Latino escrito por J.R. Barcyndy