El reto demográfico íntimo
Los protagonistas de «El método Kominsky» buscan aceptar la vejez sin eufemismos ni trampas, con una fiereza que se opone a la inercia de la juventud eterna que el mundo proyecta
Aunque Chuck Lorre ya puede pasar a la historia como creador gourmet, antes de El método Kominsky facturó dos comedias en modo churrería (Dos hombres y medio y The Big Bang Theory), por lo que sabe resolver los problemas de un golpe, sin melindres de autor. Cuando Alan Arkin se retiró, Lorre hizo lo que se hace siempre: cargarse al personaje. Lo mató sin prosodia. La nueva temporada empieza con su funeral. A partir de ahí, los vivos al bollo.
Que El método Kominsky funcione sin la media naranja de Michael Douglas es un milagro que hay que agradecer a Kathleen Turner, réplica soberbia a Douglas y Casandra cáustica. Con ella puede seguir esta historia de vejez y cuerpos que enseña más sobre el reto demográfico que una tesis de geografía. Me refiero al reto demográfico íntimo, el que nos espera a todos si no nos caemos del reparto antes de tiempo, como Alan Arkin. El pobre Arkin, por cierto, tiene 87 años y pocas ganas de afianzar su carrera de actor, lo cual rima con la esencia de esta serie de ancianos en busca de un entendimiento con su ancianidad.
Eso implica aceptarse con una fiereza que se opone a la inercia de la juventud eterna que el mundo proyecta: aceptar la vejez sin eufemismos ni trampas. En esta temporada crece mucho Martin, el personaje de Paul Reiser. Su prometida (30 años más joven) le reprocha que siempre esté hablando de que antes el mundo era mejor (“¡Es que era mejor!”, apostilla el personaje de Kathleen Turner), pero a la vez sabe que no hay nostalgia en él, que es puro presente. Entiende lo que dice mejor de lo que la mayoría ha entendido el discurso de Ana Iris Simón. Es un rasgo hermoso que Martin se fabrique sus propios zapatos, pues se le ve cómodo en ellos.
Versión original: El País escrito por Sergio Del Molino