Gracias a mi madre, me conecto con el judaísmo a través de la comida
Aprender a cocinar comida judía me acercó a mi madre.
Los domingos a las 6 de la tarde, el olor a pollo asado y hierbas se sentía por toda nuestra casa durante horas. Sabíamos que después de que el pollo se enfriara, mamá estaría «fuera de servicio» por un tiempo para amarrarnos los zapatos o cualquier otra forma de ayuda que pudiéramos pedir, porque estaría usando sus manos para desmenuzar el pollo cocido, separándolo de los huesos para preparar nuestros almuerzos y bocadillos de la semana.
Quizás porque mi mamá era una cocinera tan entusiasta y considerada, yo no aprendí a cocinar sino hasta que nos encontramos en medio de la pandemia de COVID-19. La vida siempre había presentado razones para no aprender a cocinar. Estaba muy ocupada, vivía en una ciudad en la que era demasiado fácil comprar comida lista mientras iba a mi siguiente junta o reunión. De repente, en el 2020 la vida estuvo confinada no a una oficina ni al vagón de metro, sino a una casa de 120 metros cuadrados, junto a los padres de mi pareja, en un lugar semirrural. No había cafeterías, restaurantes o bodegas a una distancia caminable (tampoco a 20 minutos en auto) y me estaba aburriendo de las quesadillas y los sándwiches de queso caliente.
Mientras tanto, como muchos otros durante la pandemia, empecé a hornear como un pasatiempo para reducir el estrés. Disfruté los momentos en que mis manos estaban cubiertas de harina, imposibilitándome revisar las noticias en el teléfono. Pronto nuestra pequeña vivienda desbordaba de galletas, pan, tartas y pasteles, pero nada constituía una verdadera cena. Pensé que quizás tratar de cocinar comidas judías tradicionales podría ayudarme a canalizar el amor y el enfoque que sentía naturalmente por la pastelería. Compré varios libros de cocina judía, incluyendo el emblemático libro de Claudia Roden, The Book of Jewish Food. Leí cuidadosamente estos libros, pero no podía entender por qué la paciencia y dedicación que ya estaba invirtiendo en hornear no podía trasladarse a una carne o un mafroum.
Casi dos años después, cuando mamá finalmente pudo visitarme por primera vez en mi nuevo hogar permanente, ella me preguntó: “¿Qué podemos hacer mientras estoy de visita?”. Yo sabía que ella se refería a dónde podíamos ir a caminar o salir a cenar, pero lo que yo realmente quería hacer era ir al supermercado más cercano (a 20 minutos en auto) y comprar un pollo entero para que ella me enseñara cómo asarlo.
Durante su visita, ella tenía programadas demasiadas actividades como para pasar tiempo cocinando en casa. Ella nunca había estado en el nuevo lugar donde yo vivía, así que visitamos todos los lugares turísticos y disfrutamos todas las comidas locales, olvidando nuestros planes de asar pollo.
Pero yo estaba determinada, así que la siguiente vez que fui al supermercado, dejé de lado mis conocidas pechugas de pollo deshuesadas y sin piel y compré mi primer pollo entero, anidado firmemente en su envoltorio. Al buscar en Google “cómo asar pollo”, me tentó la promesa de un tiempo de cocción más corto y decidí que iba a cortarlo a lo «mariposa», una técnica en la que se corta el espinazo del pollo y se lo coloca abierto para que se cocine más rápido. En los años anteriores a mi bat mitzvá, yo era vegetariana, lo cual me ayudó a poder comer kósher en una ciudad donde no había mucha kashrut. Al encontrarme frente al pollo, sin estar completamente segura cuál era el espinazo o la pechuga, casi me gana mi lado vegetariano.
Como estaba mareada pero seguía determinada, supe lo que necesitaba: a mi mamá. Durante años, cuando era una niña, la observé llamar a su propia mamá para lo que en casa se conocía como «preguntas de cocina». Estos eran los días antes de las computadoras y de que nuestros teléfonos fueran inteligentes o suficientemente pequeños como para caber en nuestros bolsillos. Sin poder acudir a internet, las mujeres de mi familia se llamaban las unas a las otras preguntando, “¿Cuál es la mejor temperatura para preparar el cholent?” o “¿Qué haces con la acelga sobrante?”. Entre mi poca experiencia en la cocina y mi capacidad de buscar en Google cualquier pregunta de comida que se me ocurriera, mientras esperaba que mi madre me contestara, comprendí que casi había llegado a mis 30 años sin hacer ni una sola llamada con una pregunta de cocina.
Mi mamá se alegró mucho cuando le conté el propósito de la llamada, con gran emoción y autoridad me dijo que tenía que sentir el espinazo. Con un poco de asco, toqué el pájaro intentando localizar el espinazo que se suponía que tenía que cortar. Cuando corté el teléfono, el pollo ya estaba cortado y había obtenido varias sugerencias excelentes respecto a las hierbas que podía utilizar para asarlo.
Esa noche, mucho después de haber cortado la llamada con mi madre, y después de haber disfrutado con mi pareja de unos deliciosos muslos de pollo crujientes con dulces cebollas que habían cubierto la olla mientras el pollo se asaba, llegó el momento de descubrir qué hacer con el resto del ave. Después de tratar de cortar la pechuga con un cuchillo, desistí de intentar cortar el resto de la carne. Con mucho cuidado, desmenucé cada trozo de carne que pude, tal como lo hacía mi madre cuando yo era pequeña. Ningún pedazo era demasiado pequeño para no guardarlo para el almuerzo del día siguiente. Mientras limpiaba cada hueso, mi existencia vegetariana fue cediendo. De repente me sentí más cerca de mi madre, a pesar de los 5 mil kilómetros de distancia. ¿Cuántas mujeres en mi familia habían experimentado ese mismo momento, asegurándose que cada trozo de pollo fuese utilizado para alimentar a sus seres queridos? Había horneado innumerables oznei Hamán y jalot, pero nada me había inculcado esa innegable conexión con mi judaísmo y con mi familia como lo que sentí en ese momento.
A medida que aumentó mi confianza en el proceso, logré acumular en mi congelador suficientes huesos como para abordar una nueva aventura culinaria: caldo de pollo. Era el momento de otra llamada telefónica con una «pregunta de cocina». Mi madre me enseñó a cubrir los huesos con agua y qué hierbas agregar además de los restos de cebolla que había estado guardando en el congelador para ese momento. De pronto, mi nuevo hogar olía igual a mi hogar de infancia: el olor del pollo y el perejil llenaban el aire.
Aunque ahora no necesito llamar a mi mamá cada vez que preparo caldo, ya que confío un poco más en mi intuición, seguro la llamaré con una pregunta de cocina si alguna vez soy lo suficientemente valiente como para enfrentar la última barrera anti vegetariana de mi infancia: hígado picado.
Prueba la receta de caldo de pollo de mi mamá y disfruta de los aromas que llenarán tu cocina.
Versión original: Aish Latino escrito por Lena Beth Schneider