La preparación del muerto para el entierro judío
El paso al otro mundo está envuelto en una bondad altruista.
Cuando recibí la llamada, no estaba preparada. Me había olvidado que había expresado interés en observar una tahará, el ‘proceso de purificación’ o ‘preparación del muerto’ para su entierro. ¿En qué estaba pensando cuando lo dije? Pero me sentía insensible rechazando la invitación, así que acepté. Me dije a mí misma —de forma poco convincente— que esa era la oportunidad perfecta para explorar la mitzvá sin esperar nada a cambio, desde un costado.
Una hora más tarde, Phyllis, la amiga que había despertado mi interés en la Jevrá kadishá, llegó a buscarme, y reafirmó nuestro acuerdo respecto a que no se esperaba nada de mí, pero que si llegaba a cambiar de opinión, podría ayudar bajo su dirección. Había pocas probabilidades de que eso ocurriera. No hablé demasiado mientras viajábamos hacia la casa funeraria, y cuando llegamos, experimenté una regresión en el tiempo. Apenas entré se me hizo un nudo en la garganta y quise refugiarme en el baño de damas. El lugar evocaba el dolor aún fresco por el inesperado fallecimiento de mi padre unos pocos meses antes. Pero allí había una tarea que debía realizarse. Tenía que dejar mi dolor para más tarde.
Bajamos las escaleras hacia una sala con poca luz, decorada al estilo victoriano. Al fondo de la triste habitación, se abría un pasillo flanqueado al otro extremo por una pesada puerta plateada, parecida a la de un hospital. Allí esperaban otras tres voluntarias, Lara, Miriam y Renée, todas ellas amigas mías, quienes junto a Phyllis formarían el equipo de tahará.
Los saludos fueron breves. Cada una se puso dos delantales de mangas largas con pecheras, el primero de gasa amarilla, el segundo de plástico blanco; un par de botas de goma de bombero por encima de nuestros zapatos, y dos pares de guantes quirúrgicos. Una sábana descolorida con los bordes rasgados fue pegada al exterior de la puerta. Cada una leyó en silencio su plegaria para que Dios nos ayudara a realizar este acto con las intenciones correctas y con facilidad. ¿Ayudarnos? No a mí, ayudarlas a ellas. Yo sólo iba a observar.
Entregada y con nauseas, las seguí por la puerta hacia una habitación abierta, bien iluminada, con azulejos blancos. Allí, en una camilla inmaculadamente blanca, yacía inmóvil una mujer. Envuelta en sábanas blancas, Sará bat Abraham, una mujer de unos ochenta años. La camilla de metal estaba a la altura de nuestras cinturas, ligeramente inclinada a sus pies sobre un fregadero con forma de canal construido en el piso. Había muchos baldes de metal y de plástico por todos los rincones de la habitación, escobas, mangueras y armarios blancos repletos de suministros: gazas, tijeras, cinta, sábanas, líquidos extraños, escarbadientes, acetona, toallas… Cada artículo tenía su lugar marcado con una etiqueta. Después de lavarnos las manos en el fregadero, retrocedí hacia un rincón, con las escobas.
Phyllis, la líder del equipo, comenzó murmurando lo más parecido a una conversación que escucharía durante la siguiente hora y media. «Sará bat Abraham, perdónanos si algo de lo que hacemos como parte del trabajo de la Jevrá Kadishá ofende de alguna manera tu dignidad».
En silencio y con cuidado, Phyllis comenzó a cortar el revestimiento de Sará. Cuando se desprendió el vendaje, Lara y Miriam inspeccionaron el cuerpo buscando heridas que pudieran requerir ser limpiadas para impedir que mancharan la túnica del entierro, que debe mantenerse impecable. Los únicos sonidos que se oían en la habitación eran el clic clip de las tijeras y las plegarias que Renée susurraba por Sará. Ella leía de una hoja plastificada y gastada, una plegaria en cada paso de la tahará.
Yo temía mirar la cara de Sará, pero mis ojos se desviaban hacia ella. Nunca la vi por completo, porque se tiene cuidado de mantener su rostro cubierto. Los cabalistas dicen que aunque los ojos del muerto no pueden ver, exponer el rostro en ese estado indefenso es una fuente de humillación para la neshamá, el ‘alma’. Ellos dicen que la neshamá flota sobre el cuerpo confundida y adolorida hasta que se completa el entierro.
Ahora el silencio fue quebrado por el mudo chapoteo del agua que corría por la camilla hacia el abrevadero, mientras Phyllis, Miriam, Lara y Renée limpiaban suave y metódicamente, sección por sección, el cuerpo de Sará. En cada momento, sólo quedaba expuesta la parte del cuerpo que estaban lavando, todo lo demás se mantenía cubierto con una sábana blanca y limpia. Las mujeres cuidadosamente guardaron cualquier tela que hubiera absorbido la más mínima gota de sangre de Sará, sangre que había sido su fuente de vida. Esas telas serían incluidas en el ataúd de Sará.
Yo me había acercado un poco a la camilla y estaba frente a Phyllis, cuando a través de gestos ella me preguntó si me importaría quitarle a Sará el esmalte de las uñas. Debe haber la menor cantidad posible de obstrucciones físicas entre el cuerpo del difunto y su hogar final.
«¡De ninguna manera!», pensé, mientras mi cabeza asentía de forma independiente y automática.
Mi garganta se estrechó. Esta sería la primera vez que tocaría a alguien muerto. Pero me distraje de mi pánico porque Phyllis me indicó que me acercara a la cabecera de la camilla, donde me dio hisopos de algodón empapados en acetona. Fue raro, ¿por qué no se acercó simplemente para entregarme los hisopos? En ese momento no sabía que es un insulto para el difunto pasar objetos por sobre su cuerpo como si fuera una cosa, como si su cuerpo no hubiese sido el recipiente de un alma en algún momento. Por lo tanto, cualquier intercambio de objetos se lleva a cabo por el lado, lejos del difunto, en deferencia al cuerpo y el alma que Dios unió. Me forcé a tomar la mano derecha de Sará. Estaba sorprendentemente pesada y fría, congelada en un gesto elegante. La experiencia no fue nada macabra. Mis nervios y timidez se convirtieron en asombro. ¿Qué había hecho ella con esas manos? ¿Había cocinado para un marido e hijos? ¿Había escrito cartas? ¿Tocó el piano? ¿Sembró jardines? ¿Acarició nietos? ¿Había cometido errores con esas manos?
Con mi propia mano derecha limpié el color rosado del esmalte, sintiendo una calidez inesperada de esa mujer extraña, cuyo rostro sólo podía vislumbrar. Y sentí una sensación de privilegio, que se repitió cada vez que en el futuro realicé esta parte de una tahará, ayudando a preparar a una mujer judía para su peregrinaje final. No ayudé con la culminación de la tahará, cuando se purifica todo el cuerpo con agua. Hasta ese momento, todas las tareas realizadas habían sido en preparación para eso. Hubo que mover ligeramente a Sará para colocar tablones de madera debajo de ella para levantarla de la camilla. Tampoco ayudé cuando en un rápido movimiento Lara retiró la sábana de Sará, y René y Lara volcaron sobre ella un torrente ininterrumpido de agua con los baldes. «Tehorá hí, Tehorá hí, Tehorá hí«, (ella está pura, ella está pura, ella está pura), dijo el equipo, y me pareció que si las aguas santificadoras pudiesen hablar, hubieran respondido: «Sí. Ella está pura. Ella está pura. Ella está pura».
Miriam sacó una sábana limpia y seca y volvió a cubrir a Sará. El proceso para vestirla fue muy bello. Sará fue envuelta en inmaculados pantalones de algodón blanco, una camiseta, túnica y bonete, en ese orden, cada prenda asegurada con lazos de tres bucles. Los bucles representan los tres brazos de la letra hebrea shin, la primer letra de uno de los Nombres de Dios.
Me encargué de supervisar que los lazos quedaran extendidos, planos y bonitos, otra tarea que eventualmente adoptaría en el futuro, mientras que las otras mujeres le suplicaban a Sará bat Abraham en un ídish conmovedor que se recordara a sí misma como una ídishe tojter (una hija judía), y recordara su nombre hebreo en su camino final.
Acomodada en el ataúd —una simple caja de pino sin barnizar, forrada con paja aromática—, Sará se veía limpia, cálida y cuidada. Después de cerrar el ataúd, nos reunimos y le pedimos perdón a Sará por si alguna de nuestras tareas de purificación fue realizada sin el pleno respeto que se merecía. Expresamos nuestras esperanzas de que en el mundo de los vivos ella hubiera pagado cualquier deuda de dolor o sufrimiento, y que su camino de allí en adelante fuera sólo de recompensa. Lentamente retrocedimos y salimos de la habitación, sin dar la espalda al ataúd, un tributo final al cuerpo y al alma de Sará bat Abraham.
Yo me dirigí al lavatorio y allí lloré profundamente. ¿Acaso los miembros de la Jevrá kadishá que atendieron a mi padre habían hecho lo mismo por él que ese equipo había hecho por Sará? ¿Lo habían tratado con el mismo cuidado que recibió Sará? ¿Finalmente fue lavado y atendido como Sará?
Mis amigas me estaban esperando en la sala oscura, y evitaron hacer cualquier comentario cuando me reuní con ellas. Las emociones no se habían ido aún. Me sentí inundada de amor por esta mitzvá y ahí comenzó mi profunda conexión con estas mujeres de la Jevrá kadishá. Pero lo más destacable, es que me siento muy agradecida por todo esto. Siento que se fortaleció mi confianza en Dios, Quien nos ordenó este jésed shel emet, esta ‘bondad altruista’. Una seguridad que nace de una calma interna que, de alguna manera, me permite tener menos miedo cuando llegue el momento de enfrentar el paso a la muerte.
Versión original: Aish Latino escrito por Andrea Eller