La puesta en valor de nuestras vidas
Quizás la vejez sea la oportunidad para dejar de contar cuánto tenemos y encontrar esa punta de deseo que haga de la vida un objeto del que se goza aún.
Qué es hoy ser viejo, anciano, adulto o persona mayor parece un tema sujeto a análisis y reflexión más que a una definición rígida o reduccionista.
La heterogeneidad de formas de transitar esta larga etapa vital nos sorprende y nos demanda una observación atenta acerca de las condiciones que habilitan a los cambios más extraordinarios de las últimas décadas, como el aumento de la longevidad, las mejores condiciones de salud y menores niveles de discapacidad, así como un cambio cultural que promovió que, los roles y actividades que dispone este grupo de edad sean mucho más numerosos.
Sin embargo, el envejecimiento sigue marcando ciertos límites físicos, cognitivos y sociales, que, aun siendo menores a los esperados para el conjunto, no pueden ser soslayados.
¿A qué me refiero con esto? Solemos escuchar noticias que ponderan a personas mayores excepcionales que logran hazañas, más habituales en la juventud, y donde parece que no hay que rendirse ante nada, desde tirarse en paracaídas hasta subir montañas, así como mostrar la enorme cantidad de años alcanzada por ciertos individuos.
Sin duda, en cualquier edad hay gente que logra alcanzar posiciones que no son fácilmente imitables, ya sea un Messi o un Einstein, más allá de la edad que se considere. Lo problemático es pensar que esas metas sean valiosas para el conjunto y que, envejecer bien, es poder lograr todo aquello, mientras que, otras formas de transitarlo aparezcan como menos deseables o saludables.
Estar activo es una buena recomendación, que cuenta con mucha evidencia científica, para alcanzar un mejor estado de salud tanto a nivel físico como mental. Lo que no queda claro es qué significa hacer, cuánto, a qué costo o para qué, así como poner en cuestión quiénes pueden alcanzar dichos logros.
Gabriela Acher señalaba con ironía para este medio: “Me cuido mucho, demasiado. Me cuido como loca. Sólo tomo agua. Para tener una buena vejez hay que tener una vida de mierda” (9 jun 2023). Esta humorada refleja el intento de controlar los cambios del envejecimiento, acarreando un esfuerzo de tal magnitud, que pueden ubicar ciertos desafíos al borde de la insensatez.
Es cierto que aún estamos desmitificando lo que creíamos que una persona mayor podía o no hacer, lo que amplía las expectativas sociales al respecto. Aunque, esos mismos modelos, pueden generar la falsa creencia que las limitaciones de la edad son un tema de voluntad o interés personal y que con esfuerzo y disciplina todo parece conseguirse.
Cuestión que nos lleva a pensar si éste sería el logro de la vejez. Quizás para algunos puede ser un objetivo factible, para otros puede que no sea deseable y para muchos otros sea difícilmente alcanzable. Lo que muestra cómo los modelos de juventud contaminan las expectativas sociales, y como señala el eticista americano Harry Moody, todos quieren vivir como adultos jóvenes y, agregaría, con el altísimo costo de mantener cuerpos que permitan ciertas proezas.
De igual manera, recientemente en otra nota publicada en Clarín por Diana Baccaro, puso en cuestión otro monstruo sagrado, con un sugestivo título: ¿En serio queremos vivir 100 años?
Más allá del desarrollo específico, creo que pudo puntualizar en otro bien supuesto, vivir mucho. Séneca escribió: “¿Quieres finalmente saber lo poco que viven? Pues mira lo mucho que desean vivir”. Cuando el mantenimiento de la vida se convierte en una empresa en sí misma, puede que termine generando condiciones de vida tan reducidas en las que los goces más básicos se encuentren alterados y la posibilidad de un proyecto se vea anulado. Curiosamente, y como rechazo ante este imperativo de cuidado, emergen voces que reclaman por formas de eutanasia en personas mayores, cuando sus condiciones de vida no facilitan mínimas condiciones de satisfacción.
Detrás de esta “empresa del envejecimiento”, como lo llamó la socióloga americana Carol Estes, que tendría como slogan ¡Hace y viví mucho! (no importa para qué), debería ser revisitada desde un criterio que busque dar sentido al capital, físico, mental o social, alcanzado. Este tendría que estar acompañado de una comprensión social e individual que den lugar a la aceptación de ciertos cambios, al menos de aquellos que por el momento no son modificables.
Cuando el factor numérico se deslinda de lo que hace que la vida cobre un valor personal, se corre el riesgo de olvidar quienes somos y que objetivos pueden ser importantes, especialmente en un momento en que es necesario tomar tantas decisiones.
Cuando escribía esta nota, dudaba si era el momento para hablar de esto, cuando quizás la vejez requiera todavía desmontarla de esa carga de rechazo social, y en donde ciertos imperativos novedosos sirvan para encaminar una etapa de la vida en la que faltan narrativas que ordenen rumbos.
Aunque sé que ciertas limitaciones, enfermedades o la propia muerte, aunque no las nombremos, están presentes en el camino. Conocerlas y aceptarlas suele implicar cierto impacto emocional, pero, al mismo tiempo, pueda dar lugar a un proyecto que surja de quienes fuimos, somos y queremos ser, lo que a su vez encontrará puertas al cómo hacerlo.
Quizás la vejez sea la oportunidad para dejar de contar cuánto tenemos y encontrar esa punta de deseo que haga de la vida un objeto del que se goza aún.
Versión original: Clarín opinión escrito por Ricardo Iacub
Ricardo Iacub es Doctor en Psicología (UBA), especialista en adultos mayores.