La santidad en el judaísmo
Para el judaísmo, la santidad no se trata de un asunto de milagros ni de extáticos estados de conciencia.
Durante el año que viví en India, conocí a muchos santos. Sathya Sai Baba, que tenía cientos de miles de seguidores, podía realizar milagros. En la palma de su mano vacía, él podía materializar cenizas. Anandamayi-ma, que tenía millones de seguidores, pasaba largas horas en extáticos estados de consciencia.
Dos meses después de mudarme a Israel en 1985, un amigo que estaba planeando compilar una guía espiritual de Israel me pidió que escribiera un capítulo sobre las mujeres santas en Israel. Yo accedí. ¿Pero dónde las iba a encontrar? Él sonrió y dijo que tendría que encontrarlas por mí misma. Me explicó que en el judaísmo los santos (tzadikim) por lo general están escondidos. De acuerdo con la tradición judía, el mundo entero es sostenido por 36 tzadikim ocultos. Incluso si los encuentras, es probable que no los reconozcas.
Comencé a preguntar y alguien me dijo que Elisheva Buxbaum podía saber algo. La llamé. Ella me contó sobre un hombre llamado Reb Iaakov Moshé Kramer que vivía en un pueblo destartalado del centro-norte de Israel. “Él es considerado por muchos de los grandes Rabinos de Israel como uno de los 36 tzadikim ocultos”, me reveló Elisheva. Y luego agregó: “Su esposa, la Rebetzin Jaia Sara, es tan grande como él”.
De Auschwitz al norte de Israel
Viajé dos horas en autobús hacia el pueblo, en donde había arreglado pasar el Shabat. Mi contacto, que hablaba inglés, me contó la historia de la Rebetzin Jaia Sara. Ella había nacido en una familia jasídica en los Cárpatos y la llevaron a Auschwitz cuando tenía 20 años. Allí asesinaron a toda su familia y ella fue sometida a los experimentos del infame Dr. Mengele.
Después de la guerra, logró llegar a Palestina y se casó con Iaakov Moshé Kramer. Ellos nunca tuvieron hijos, pero durante 20 años (sin pago y sin vacaciones) ella cuidó a varios niños con daño cerebral que fueron dejados en su puerta. Vivían en lamentable pobreza, ganando un escaso ingreso criando aves y unas cuantas vacas lecheras.
En la mañana de Shabat fui a la sinagoga de la comunidad. Yo era la única que estaba en la galería de las mujeres. De repente, se abrió la puerta y entró una mujer corpulenta con un pañuelo acolchado y dos batas de entrecasa, una sobre la otra. Caminó hacia mí, con una amplia sonrisa y los brazos abiertos. Me saludó con un abrazo de oso, como una hija perdida.
Luego tomó mi libro de rezos. Pasó las páginas hasta encontrar Pirkei Avot, aforismos de los Sabios de hace dos milenos. Indicó a uno y me preguntó, “¿Has visto este pasaje alguna vez?”
Lo miré y se me puso la piel de gallina. Allí hablaba de la cuestión más importante que yo enfrentaba en ese momento.
Rebetzin Kramer con la autora
Volvió a tomar mi libro de rezos y pasó unas cuantas páginas. Señaló otro pasaje y me preguntó: “¿Has leído este pasaje alguna vez?” Allí hablaba de mi segundo problema más importante.
La miré con consternación. Ella se rio, dio media vuelta y se fue.
Entendí que podía leer la mente, pero… ¿Qué otros milagros podía realizar?
Su incesante amor
Esa tarde, como estaba planeado, fui a hacer con ella la tercera comida de Shabat. Su esposo no estaba en el país. Cuando llegué a su casa, me espanté. Vivían en una choza destartalada. Las paredes no tenían yeso ni pintura. El duro piso de concreto no tenía baldosas. La habitación delantera tenía un techo de chapa corrugada. Los únicos muebles eran una desvencijada mesa de madera y varias sillas, todas diferentes.
Sin embargo, en medio de esta escena, la Rebetzin Jaia Sara sonreía, encantada de recibirme para compartir conmigo su queso fresco y sus pepinos.
Ese fue el comienzo de mis 20 años de búsqueda para responder a la pregunta: ¿Cómo podía estar siempre radiantemente feliz cuando aparentemente no tenía nada por lo que estar feliz?
Y… ¿qué la calificaba como una santa? Yo sabía que ella rezaba, pero nunca la vi meditar o entrar en un estado extático de conciencia. Tampoco hacía milagros deslumbrantes.
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Claramente, ella podía leer la mente. Leía la mía todo el tiempo. Al investigar para la biografía que escribiría sobre ella («Holy Woman»), descubrí un caso en el que le prometió a alguien que tendría un hijo después de años de infertilidad y en nueve meses lo tuvo. Y otro caso en que le prometió a un hombre que había perdido su trabajo que encontraría un trabajo mejor “con el doble de sueldo” y dos días después él encontró un nuevo trabajo, exactamente con el doble del sueldo. Mi investigación también reveló muchos casos en los que ella supo qué iba a ocurrir en un momento especifico antes de que ocurriera.
Sin embargo, si tuviera que identificar una cosa que calificaba a la Rebetzin Jaia Sara Kramer como una santa sería esto: su incesante amor por todos. Cuando la conocí, yo era una estadounidense que acaba de volver a la religión judía después de haber pasado 15 años viviendo en un ashram hindú. Pero desde ese primer día, ella me quiso como una hija. Ella sólo veía bien en mí. No, ¡la grandeza dentro de mí! Ella solía llamarme tzadeket, una mujer justa y santa. Yo sabía que no era justa, pero que ella me llamara repetidas veces así me hizo percibir una santidad interna que, si ella la veía, debía estar allí.
En la cena en su memoria 30 días después de su fallecimiento en el 2005, me encontré por primera vez con varias jóvenes inmigrantes rusas que también habían frecuentado la casa de la Rebetzin Jaia Sara. Ellas me contaron que también a cada una de ellas las llamaba «mujer santa».
Ella brindaba honor a cada invitado que llegaba a su destartalado hogar. Literalmente corría a la puerta para recibir a cada invitado, incluyendo a los residentes del pueblo 40 años más jóvenes que ella que iban cada día. Tamar Cohen, un ama de casa local, me dijo que cada vez que ella llegaba a su puerta, incluso para pedir prestada una taza de azúcar, Jaia Sara le anunciaba a su esposo, como si una personalidad importante hubiera honrado su morada: “Ha llegado la querida señora Tamar Cohen”.
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Jaia Sara no hacía distinciones respecto a quien llenaba de amor y honor. Ashkenazim, sefaradim, ricos y pobres, religiosos y no religiosos, viejos y jóvenes, veteranos y nuevos inmigrantes… Ella brindaba a todos la misma atención.
De ella aprendí que en el judaísmo la santidad no es un asunto de milagros o extáticos estados de consciencia. Santidad es un asunto de cuánto amas.
Versión original: Aish Latino escrito por Sara Yoheved Rigler
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