¿Qué recibimos cuando damos?
Trumá (Éxodo 25:1-27:19 )
Dios habló a Moshé, diciendo: «Habla a los Hijos de Israel y que tomen una porción separada para Mí; de todo aquel cuyo corazón lo motive tomarán mi porción separada» (Éxodo 25:1-2)
Nuestra parashá marca un punto de inflexión en la relación entre los israelitas y Dios. Aparentemente, lo que era nuevo era el producto: el Santuario, la casa transportable para la Presencia Divina mientras el pueblo viajara por el desierto.
Pero podemos decir que más que el producto lo importante era el proceso, resumido en la palabra que da nombre a nuestra parashá: trumá, que significa un regalo, una ofrenda, una contribución. La parashá nos dice algo muy profundo. El hecho de dar confiere dignidad. Recibir, no lo hace.
Hasta ese momento, los israelitas habían sido receptores. Virtualmente todo lo que experimentaron había sido dado por Dios. Él los redimió de Egipto, los liberó de la esclavitud, los condujo por el desierto y creó para ellos un camino a través del mar. Cuando tuvieron hambre, Él les dio alimento. Cuando tuvieron sed, Él les dio agua. Fuera de la batalla contra los amalequitas, no habían hecho casi nada por sí mismos.
Aunque a nivel físico esto fue una salvación sin paralelos, los efectos psicológicos no eran buenos. Los israelitas se volvieron dependientes, irresponsables e inmaduros. La Torá registra sus repetidas quejas. Al leerlas, sentimos que eran un pueblo desagradecido, petulante, quejoso.
¿Pero qué otra cosa podían hacer? No hubieran podido cruzar por sí mismos el mar. No habrían podido encontrar alimento y agua en el desierto. Lo que producía resultados era el hecho de quejarse. El pueblo se quejaba con Moshé. Moshé acudía a Dios. Dios hacía un milagro. El resultado era que, desde la perspectiva del pueblo, quejarse funcionaba,
Sin embargo, ahora Dios les dio algo completamente diferente. No tenía nada que ver con las necesidades físicas y todo con las necesidades psicológicas, morales y espirituales. Dios les dio la oportunidad de dar.
Uno de mis recuerdos, todavía brillante en medio de las brumas del tiempo, se remonta a cuando era un niño de unos seis o siete años. Fui bendecido con padres muy afectuosos y protectores. La vida no les había dado a ellos muchas oportunidades y estaban decididos a que nosotros, sus cuatro hijos, tuviéramos algunas de las oportunidades que a ellos les habían sido negadas. Mi padre estaba muy orgulloso de mí, su primogénito.
Para mí, era muy importante mostrarle mi gratitud. Pero… ¿qué podía darle? Todo lo que yo tenía, lo había recibido de él y de mi madre. Era una relación completamente asimétrica.
Eventualmente, en algún comercio encontré un trofeo plateado de plástico con una placa que decía: «Al mejor padre del mundo». Hoy, después de tantos años, me estremece el recuerdo de ese objeto. Era algo barato, banal, incluso cómicamente absurdo. Pero lo que es inolvidable fue lo que él hizo cuando se lo di.
No puedo recordar qué me dijo, ni siquiera si sonrió. Lo que recuerdo es que lo colocó sobre su mesa de luz, y allí quedó, humilde y trillado, durante todos los años que viví en la casa.
Él me permitió darle algo, y luego mostró que el regalo era importante para él. En ese acto, mi padre me dio dignidad. Me permitió ver que podía darle algo incluso a alguien que me había dado todo lo que yo tenía.
Hay una ley judía que personifica esta idea. «Incluso una persona pobre que depende de la tzedaká (caridad) está obligada a dar tzedaká a otra persona».(1) Esto no tiene ningún sentido. ¿Por qué una persona que depende de la caridad debe estar obligada a dar caridad? El principio de tzedaká sin duda es que el que tiene más de lo que necesita debe darle a quien tiene menos de lo que necesita. Por definición, alguien que depende de la tzedaká no tiene más de lo que necesita.
Sin embargo, la verdad es que la tzedaká no se dirige sólo a las necesidades físicas de la persona sino también a su situación psicológica. Necesitar y recibir tzedaká, de acuerdo con una de las ideas más profundas del judaísmo, es algo inherentemente humillante. Como decimos en Birkat HaMazón: «Por favor, Dios nuestro, no nos hagas depender de regalos o préstamos de otras personas, sino tan sólo de Tu mano abierta, plena, sagrada y generosa para que no suframos nunca vergüenza ni humillación».
Muchas de las leyes de tzedaká reflejan esto, tal como el hecho de que es preferible que el dador no sepa a quién le da, y el receptor no sepa de quién recibe. De acuerdo con un famoso dictamen de Maimónides, el nivel más elevado de tzedaká es «fortalecer a un judío y darle un regalo, un préstamos, formar con él una sociedad, o encontrarle un trabajo, hasta que se fortalezca lo suficiente para no tener que pedir ayuda a otros (para su manutención)».(2) Esto no es en absoluto caridad en el sentido convencional. Es encontrarle a alguien un empleo o ayudarlo a comenzar un negocio. ¿Por qué esta es la forma más elevada de tzedaká? Porque es devolverle a alguien su dignidad.
Alguien que depende de la tzedaká tiene necesidades físicas, y esas deben ser atendidas por otras personas o por toda la comunidad. Pero esa persona también tiene necesidades psicológicas. Por eso la ley judía establece que debemos darles a los demás. Dar confiere dignidad, y nadie debe verse privado de esto.
Todo el relato de la construcción del Mishkán, del Santuario, es muy extraño. El rey Salomón dijo en su discurso de inauguración del Templo en Jerusalem: «¿Acaso Dios realmente vivirá en la tierra? He aquí que los cielos y los cielos de los cielos no Te pueden contender, ¡cuánto menos esta casa que yo he edificado!» (Reyes I 8:27). Si esto se aplica al Templo con toda su gloria, cuanto más respecto al Mishkán, un pequeño santuario transportable hecho de vigas y telas que podía ser desmantelado cada vez que el pueblo debía partir y vuelto a armar cuando acampaban. ¿Cómo era posible que eso fuera una casa para Dios, el creador del universo, Quien puso imperios de rodillas, obró milagros y maravillas y cuya presencia es casi insoportable en su intensidad?
Sin embargo, pienso que de una forma pequeña pero muy humana, lo que mi padre hizo al colocar mi barato regalo de plástico en su mesita de luz hace tanto años, tal vez fue lo más generoso que hizo por mí. Y, lehavdil, sin comparar, fue lo que Dios hizo cuando les permitió a los israelitas que le llevaran ofrendas y que construyeran una especie de casa para la Presencia Divina, un acto de inmensa y paradójica generosidad.
Esto también nos dice algo muy profundo sobre el judaísmo. Dios quiere que tengamos dignidad. No nos hemos corrompido por el pecado original.
No somos incapaces de hacer el bien sin la gracia Divina. La fe no es mera sumisión. Fuimos creados a imagen de Dios, somos sus hijos, Sus embajadores, Sus parejas y Sus mensajeros. Él quiere no sólo que recibamos sino también que demos. Y Él está dispuesto a vivir en la casa que construimos para Él, por más humilde y pequeña que sea.
Esto queda aludido en la palabra que da nombre a nuestra parashá: Trumá. Esta palabra generalmente se traduce como una ofrenda, una contribución. Pero en verdad significa algo que elevamos. La paradoja de dar es que cuando levantamos algo para darle a otro, nosotros mismos nos vemos elevados.
Creo que lo que nos eleva en la vida no es lo que recibimos sino lo que damos. Cuanto más damos de nosotros mismos, más grandes nos volvemos.
Versión original: Aish Latino escrito por Rav Jonathan Sacks